junio 03, 2004


Tapa revista Rumbos

INDIA SIGLO XXI, revista Rumbos

SE PERFILA COMO UNA DE LAS POTENCIAS ECONOMICAS DEL FUTURO, PERO TIENE 270 MILLONES DE POBRES. UNA MIRADA DISTINTA SOBRE UN PAIS MISTERIOSO, ENTRE EL HAMBRE Y EL SOFTWARE, ENTRE LA RELIGIOSIDAD Y EL CAOS.

A los cinco minutos de desembarcar en el aeropuerto de Mumbai una masa de humedad me abrazó de calor, y un indio treintañero, de camisa y pantalón, me exigió a los gritos. “¡Dame 100 rupias! Tengo que alimentar a mis hijos”. El bigotito me había acompañado 50 metros hasta el taxi y quería una propina más suculenta que la que di, quién sabe por qué servicio, con el espíritu aterrizado de 30 horas de vuelo. Me reclamaba el equivalente a 10 pesos argentinos por escoltarme al taxi, aunque yo, con mi equipaje a cuestas, no se lo había pedido. Mi primer contacto con esta tierra milenaria sería emocionante, había fantaseado, pero estaba ante un desconocido que me gritaba y me quería pasar, como en Buenos Aires.
Subí al taxi modelo Ambassador y me sentí en un documental de los ´70 by Film & Arts. El conductor abandonó su postura de no intervención y arrancó. Encendió la radio y el tablero-altar del conductor era una disco en miniatura de deidades hindúes destellando luces rosas y azules al ritmo de la música. El microenojo dio paso a esa maxialegría boba que llena el corazón cuando uno llega a un país que no conoce.
“India está brillando” anunciaban los carteles en la calle, con señoritas de sonrisa dócil y un puntito rojo en la frente. Este país es la segunda economía más dinámica del mundo. Será la estrella y potencia del siglo, pronostican. Un golpe en la ventanilla me arrancó de la contemplación: una postal remanida, de India o de Argentina, se apretaba contra el vidrio. Un señor en muletas me refregaba su muñón y hacía el gesto de llevarse la comida a la boca. El viaje hasta el hotel fue un desfile de excluídos, que además de pobreza extrema cargaban con malformaciones o amputaciones varias.
Un mes y medio después, cuando rehice el camino al revés, desde Mumbai al aeropuerto, pensé que el país que conocí tenía poco que ver con la idea apolillada en mi cabeza occidental. Es más moderno, ágil y agobiante. Menos sereno y etéreo. ¿Por qué tantos peregrinos occidentales van ahí tras de la zanahoria de encontrarse a sí mismos?

Bienvenidos a Mumbai
A medianoche de un viernes llegué al hotel de Mumbai reservado por internet. Era bastante deprimente para los 20 dólares, pero limpito. La casona había tenido su época dorada. La gloria se había esfumado, quizás con la salida de los ingleses en 1947. Con Ariel, mi compañero de aventuras y fotógrafo, salimos a buscar la cocina india. Al llegar a la esquina, divisé unas manchas oscuras con forma de ratas. Después ví la gente. Tres hileras de personas acurrucadas en el suelo, una al ladito de la otra, soñando una casa y una cama. Serían unas 200. El olor a basura mezclado con el de perro muerto y restos de mar me dio una cachetada. ¿Habrá sido por el calor? Nunca más en India ví tantas ratas ni sentí tal vaho. La calle parecía desierta, a excepción de los soñadores en sus mantas. La única luz venía de un café italiano, donde apenas pudimos pedir...un capuccino.
Al otro día las calles de Mumbai eran pure India y pure Asia: gente por todos lados. En moto, en bicicleta, a pie, en auto, a los empujones. Con sus 15 millones de habitantes, el centro económico del país está entre las diez ciudades más pobladas del planeta, junto con Nueva Delhi y Calcutta.
Mumbai, ex Bombay, es la ciudad más pujante de India y la más cara. Atesora en su vientre el barrio precario más grande de Asia: Dharavi aloja en174 hectáreas a 500.000 habitantes. Los que quedaron afuera de los afiches de la India Brillante, parte de la campaña política del BJP -partido oficial-.
En Mumbai hay shoppings de paredes espejadas con olor a nuevo, marcas internacionales y un aire acondicionado fatal, que hiela la sangre argentina con precios europeos. El consumo de la clase media en expansión– 300 millones de personas- es el hit del momento. En enero, mientras el IV Foro Social Mundial discutía en Mumbai cómo bajar a tierra el slogan “Un mundo mejor es posible”, el gobierno anunció la apertura al capital extranjero. Ahora los inversores pueden tener el 100 % de una entidad financiera india. La ola neoliberal surfea el país hace una década. Y lo convirtió en la economía que más crece, detrás de China. En los últimos nueve meses del 2003, la inversión extranjera superó los 10 billones de dólares. Hoy el país es el principal exportador de software.
La prosperidad se nota en algunos sectores de Mumbai, con sus edificios que besan el cielo y abrazan una costanera tristona, donde los nuevos ricos manejan autos último modelo. Quedan las construcciones gótico-victorianas del imperio británico. El más presuntuoso es el edificio de la terminal de tren. Entre tanta cúpula, capitel y columna corintia desfilan por día 2 millones de indios. Tuve la sensación de que eran más. Entre el tamaño del edificio y la cantidad gente, supuse que conseguir pasajes era ciencia ficción. Me sentí una cucaracha desorientada. Por suerte había una ventanilla de turistas. Después de un día en la India necesitaba descanso y saqué un pasaje a Puna, rumbo a un resort de meditación.

El camino de la espiritualidad
En India los viajeros van o vienen a tal o cual ashram. En un ashram se estudia, medita o experimenta alguna búsqueda o maestro. Los hay de tamaños y precios varios; templos, monasterios, o laboratorios novedosos como el de Osho, confortable cual hotel cinco estrellas. Todo depende del mapa personal. Uno puede internarse dos meses a vivir las técnicas del yoga, la meditación tibetana, la terapia con gong o conocer a Sai Baba. Hay sitios donde se aprende el arte del silencio y nadie abre la boca en semanas, más que para comer o bostezar. En otros se puede permanecer unos días o un rato, como el ashram de Mata Amritanandamayi Devi, la santa de los abrazos. Los peregrinos van hasta el sur de la India por un apretón contra sus costillas, que puede durar de 20 segundos a 10 horas.
El resort de meditación de Osho- uno de los gurúes más polémicos del siglo XX- convoca cada vez más gente. Allí me topé con rostros diáfanos y etéreos, arquitectura futurista y jardines zen. Neohippies, artistas, intelectuales, hartos de los comentarios de sus cabezas buscaban el conocimiento interior. En el hall del predio, en un apacible barrio inglés, compraba un sticker diario para mi carnet del resort, tenía canilla libre de meditaciones y de los grifos salía agua mineral. La cocina era orgánica y mis dedos estaban vírgenes del vil metal gracias a unos cartoncitos prepagos donde se tachaban mis gastos. Escuché a italianos y rusos, que habían vivido allí 6 meses. A los cinco días me dieron ganas de volver a la India. Otra vez tuve que enfrentar la burocracia de sacar un pasaje de tren.

Desde el tren
La vida es deliciosa sobre ruedas. Los indios viajan mucho y los trenes, salvo excepciones, son puntuales. Sentí envidia y tristeza por el desastre ferroviario argentino. India tienen más de 63.500 km de vías férreas. El vagón es una película de familias y vendedores ambulantes: bananas, curries, samosas (empanadas de verdura), arroces, chapatis, maníes, helados, pistachios. Se bebe sin parar chai: un té típico, dulzón y con leche.¿De dónde sos? ¿Cómo se recupera Argentina de la crisis?, eran preguntas de rigor entre los compañeros de viaje indios. Curiosos, parlanchines, alegres y siempre daban su teléfono por si teníamos algún problema.
Algunos extranjeros descartaban el tren. No soportaban la burocracia de hacer la reserva. Pero qué emoción ver la lista de pasajeros pegada en la puerta del vagón y tu nombre infiltrado entre caracteres irreconocibles. Mi viaje más largo fue de 48 horas. Suena mucho, pero era una lechuga hasta que bajé en la antigua Calcutta, hoy Kolkata.

Kolkata me mata
Si el infierno existe debe ser un lugar lleno de bocinas. En la India se conduce fatal. El bocinazo es continuo. No se usa para evitar un choque sino para avisar que uno está. Caminar es esquivar frenadas en los tobillos. Casi no existen veredas. Los taxis se llevan por delante a los rickshaws –moto con carrocería que se usa de taxi-, los rickshaws a las motos, las motos a los ciclorickshaws y a las bicicletas, las bicicletas a los peatones. En pocos lugares del mundo se debe manejar tan mal como en Kolkata, 13 millones de personas, la segunda ciudad más poblada del país. Al ruido se suman unos tranvías desvencijados que emiten el mismo sonido que un helicóptero en la nuca.
En la vieja metrópolis colonial hay avenidas imperiales y edificios majestuosos. Están tan deterioriados, que si soplara un viento fuerte sus paredes se desplomarían como papel mojado. Hay cosas más urgentes por las que preocuparse. En algunas esquinas la ciudad pasa a ser un comic ¿futurista? de harapientos y desnutridos. Los cuerpos apelmazados, oxidados de gris o marrón, echaron raíces en la calle. No se sabe dónde terminan sus pies y empieza el asfalto.
- Me gusta aprender de esa actitud de los pobres, que tienen una sonrisa, están contentos con lo que les tocó- comentaba Laurencio, español.
La pobreza no es exótica para el que nació en un país donde más del 50 por ciento de la población la padece. Tampoco es karmática: tiene causas racionales y modificables.
En el futuro, ¿el mundo se dividirá entre indigentes y cyberciudadanos?¿En qué momento Calcutta se acostumbró a su masa de homeless? No es el tema de conversación preferido de nadie. Imposible levantar la cámara y hacer clic. Da vergüenza tener un aparatito así cuando el que tengo en frente no tiene para comer.
Un domingo a la mañana visitamos el primer hogar para moribundos que la madre Teresa abrió en Kolkata. Las Misioneras de la Caridad asisten allí a 80 hombres y mujeres recostados en catres. Voluntarios de todo el mundo quitan piojos, cortan uñas, sacan gusanos de heridas putrefactas, sirven comida. Ya no recogen en las calles sólo a los moribundos. Los indigentes tampoco permanecen allí, apenas lo necesario para respirar dos bocanadas de los más rudimentarios derechos humanos y volver a la calle. Andy, un alemán de 40 y pico, ex agente de bolsa devenido en coordinador me aclara: “cientos de voluntarios se ofrecen, pero tres personas alcanzan para esto”. Abraza a su niño mimado, uno que encontró con convulsiones en un basural.
Hay otras caras más agradables de Kolkata: su comunidad intelectual, su vida universitaria, sus coloridos mercados musulmanes. Al despedirnos de la ciudad, el taxista que nos llevó a la estación de tren quiso cobrarnos un precio delirante. Se rehusaba a mostrar la tabla de conversión con la tarifa. Estábamos en un enjambre de 200 taxis tocando bocinas. Mientras discutíamos, un policía empezó a golpear el techo del auto con un tremendo garrote. La chapa se llenó de abolladuras. Acá hubieran terminado, por lo menos, a las piñas. Allá no. Mientras salíamos corriendo pensaba que la famosa calma made in India tenía que ver con otras cosas.

Varanasi: la ciudad sagrada
Varanasi o Benares es la ciudad sagrada más antigua del planeta. En las orillas del río Ganges, nacido en el cielo descendido a la tierra, hay vida desde el siglo IV a. C.
Habrá sido bastante parecida a la que transcurre en las orillas hoy. Los hindúes arrojan velas flotantes al río por el buen karma de la familia. Creen que quien se baña allí se purifica. Los muertos más afortunados se creman allí –a veces llegan en avión o en auto- porque el alma hecha cenizas sobre estas aguas rompe el ciclo de reencarnaciones. Pero no todos los indios son hindúes.
El hinduismo es un colectivo de creencias de 4000 años y la forma de vivir del 85 % de la población. El resto es musulmán, sij, budista, jainí, budista, cristiano, zoroastriano. El hinduismo no tiene un profeta sino centenares de dioses, ritos y filosofías. Los hindúes consideran que cada acción tiene un efecto en el ciclo de reencarnaciones (karma). Su sociedad está articulada en castas. Existen cuatro básicas y piramidales: sacerdotes o intelectuales; guerreros y nobles; comerciantes y agricultores; artesanos. Aunque la Constitución de 1947 no las reconoce, las subcastas hoy son más de 5000. Por momentos sospeché que la religión podía ser una explicación de mansedad o resignación. Pero también es un país con luchas violentas, en su mayor parte por intolerancia religiosa. Aunque el hinduismo es de por sí pacifista, fanáticos no faltan en ninguna familia. Más allá de la religión, en India cada persona tiene un lugar muy claro en una estructura social compleja. Hay una nueva camada de jóvenes que estudiaron en el extranjero y descubren nuevos negocios. Y hay chicos que no saben leer ni escribir, y trabajan desde temprano. Como los que venden postales, velas, lo que sea, en Varanasi. Tan parte del paisaje como los templos y los peregrinos en perpetuo entrar y salir.
En la India no hay un lugar más limpio que un templo. Algunas estatuas, como la de Ganesh -un dios con cabeza de elefante- se lustran con leche. Una legión de muchachos envueltos en chiripás pasan el trapo a las preciosas figuras de cada templo. Llevarles y traerles ofrendas es parte de la vida cotidiana: flores, incienso, frutas, arroz, perfumes.
Al pasar cerca de ellos pensaba que así como la India me volvía loca, también me volvía más devota-aunque sea porconteplación- hacia esa vida festiva y sensorial. Me habían advertido que es un país de sentidos exaltados. Saris de colores gritones, cocina de especias estruendosas, música hipnótica, el croar permanente de los cuervos como hilo musical desquiciado, el calor chicloso, las flores y el incienso. Parece un milagro que más de 1000 millones de personas vivan en esa frecuencia, y estén absortas en experimentarla.
Cuando regresé al aeropuerto de Mumbai, pensaba que había llegado llena de preguntas y volvía sin respuestas, con más interrogantes. Me parecía un milagro que sólo 30 horas de vuelo me devolvieran a Argentina. Uno debería llegar o irse en cohete, desafiando la velocidad de la luz. India es una narración que gira en otra órbita. Nunca estuve en un país con tanta identidad: se come indio, se escucha música india, se mira cine indio. Las veredas de mi barrio me resultan desiertas. El tránsito de las siete de la tarde me resulta insignificante. Y la India me parece un cuento milenario. Ser parte del relato, aunque sea en una página, es de esas cosas que no tienen precio.

Texto: Maru Ludueña
Fotos: Ariel Gutraich


Publicado en el número 38 de la revista Rumbos, el domingo 16 de mayo de 2004.

LA INDIA MISTERIOSA, revista Sophia

“Cuanto mayor acceso a la educación tenés, más difícil es casarte” me dijo Dipa Sahu, una muñeca de 24 años, en un viaje de 33 horas en tren. Desde que la vi me llamó la atención. Tenía el porte erguido de las hindúes. Llevaba un vestido largo rosa viejo (como marca la norma, ocultaba sus formas desde el cuello hasta las rodillas), con unos pantalones de algodón debajo, chalina blanca y sandalias de taco con tiritas de charol negro. Viajaba sola. Pronto estaba cantando y riéndose a carcajadas con una familia de tíos y primos hindúes en el mismo vagón. Los dejó mudos cuando le preguntaron dónde vivía y respondió que sola, en Chennai (una de las cuatro ciudades más grandes del país). Su familia era de Calcutta, adonde se dirigía el tren. Iba a visitarlos. Diseñadora gráfica en una agencia de publicidad con sede en Londres, había pasado unas semanas en Inglaterra premiada por la empresa. Uno de los pasajeros le preguntó cuánto ganaba, interrogante que en la India es tan común como “cuál es tu religión”. “Creo que es muy personal y me lo reservo para mí. Disculpáme pero no estoy de acuerdo con esa pregunta”, le dijo con ojos angelicales y sonrisa terminante, mientras desayunaba un curry picante y lo comía con los dedos.
A lo largo del viaje fue desempolvando sus propias respuestas para otros interrogantes más complejos, dejando mudos a los compañeros de viaje. En la India no es habitual que las mujeres jóvenes y solteras viajen sin familiares, mucho menos que vivan solas y trabajen. Pero Dipa es parte de un país que está asomando. Tiene un pie en la tradición y otro en la modernidad. Y vive los tironeos interiores de una cultura donde el honor o la humillación pasan por lugares que para los occidentales resultan incomprensibles.

El vagón del tren siempre regala polaroids de un lugar. Por los pasillos sobre ruedas desfilaban las diferentes religiones que conviven en la India: saris chillones y trajes hindúes de pantalón y casaca; casquitos y velos musulmanes; turbantes sijs de colores; barbijos jainistas (esta religión prohibe matar seres vivos, y se usa el barbijo para evitar tragarse una mosca); túnicas budistas. Los miraba y pensaba en la curiosidad espiritual que despierta en Occidente la India. Me atrae esa actitud festiva y devota para con la vida. Pero también empecé a experimentar los aspectos menos marketineados de la leyenda hindú, a sentir una diferencia abismal entre los lugares que ocupa cada persona según su casta, y a sufrir en algunas ocasiones el maltrato hacia la mujer. Que por ser viajera, resulta una tontería comparado con lo que tienen que vivir algunas mujeres de este país.
Así como la profunda fe hinduista me sorprendió, más lo hicieron algunos de sus mitos y preceptos. Uno de ellos es el Código Manú, que data de entre el 200 a.C y el 200 d.C. Este escrito es la base moral de gran parte de la población. Otorga a la mujer hindú un papel inferior al hombre. Y establece entre sus principales responsabilidades “servir y venerar al marido como si fuera un dios”. El hinduismo no es una religión, como el Islam o el cristianismo. Es el conjunto de ritos, cultos, creencias, tradiciones y mitologías de cuatro mil años. No tiene un dios, un profeta ni un credo único. Reúne dioses, filosofías y prácticas, que no todos viven igual. Hay que aclarar que en la India el 85% de la población es hinduista (más que un credo, una raza). El resto es musulmán, jainí, budista, sij. Para ser un buen hindú no importa si se es ateo o no: hay que actuar según el Dharma.

La otra boda
El Dharma señala momentos claves de la vida hindú: el nacimiento, el matrimonio, la muerte y la cremación. Se celebran con energía y despliegue, especialmente el matrimonio, como tan bien transmite “La boda”. La película de la cineasta india Mira Nair retrata el mestizaje de lo antiguo y lo moderno en una familia de clase media-alta de Nueva Delhi. Me crucé varias veces en la calle con familias pomposas rumbo a una boda, acompañadas de séquitos de trompetistas y elefantes con guirnaldas doradas. Observé a las novias, envueltas en el sari, los ojos mirando hacia abajo y los pies dibujados con henna. No lograba adivinar si el gesto de la protagonista era de alegría o temor.
Las bodas duran una semana e insumen miles de rupias, incluida la dote. La dote es una suma de dinero que la familia de la novia debe pagar a la de su prometido, antes, durante o después del casamiento. Para muchas familias, la dote es un calvario. Desde que nace la hija mujer, se ahorra para casarla. El monto varía según la casta y el oficio del novio, pero en general la dote equivale al dinero que ha invertido la familia en la educación del hijo. Un ingeniero o médico cotiza a unos 30.000 dólares. Otros exigen una dote menor, pero casi todos los hombres cotizan un dinero. Y ser soltera no es tan glamoroso como en “Sex in the City” sino todo lo contrario.

La dote
“La dote no es un regalo voluntario ni un pago único ni un símbolo de amor. Es una forma rápida de hacer dinero. El liberalismo y el consumismo la intensificaron. Hasta los médicos educados de las grandes ciudades buscan la dote, y ponen avisos en los diarios para ser presentados a cientos de chicas. Una vez que la mujer se casa y paga, pasa a ser un parásito y pierde su valor. En la India miles de mujeres mueren en extraños accidentes mientras cocinan, son quemadas, o envenenadas, porque no siguen pagando o el marido quiere sacársela de encima”, denunciaron las feministas del Grupo Vimochana, en el Foro Social de Mumbai en enero pasado. La ley prohibe la dote desde 1961, pero muchas familias, al casarse con otras mejor posicionadas en el sistema de castas, la utilizan para subir un peldaño social. Suena increíble que una mujer pague para casarse, pero en la India tiene sentido y muchas lo aceptan. Pero no todas se dejan extorsionar. El año pasado una estudiante de ingeniería de 21 años, Nisha Sharma, canceló su boda unos minutos antes y frente a dos mil invitados, cuando el novio le requirió una dote más jugosa que la convenida, de 25.000 dólares. La chica lo demandó legalmente. El novio pasó seis meses en prisión. Denunciar esta extorsión es tan inédito, que las estrellas del cine hindú la llamaron para felicitarla.
En el tren, le pregunté a Dipa por la dote. Me dijo que estaba ahorrando para que su padre no tuviera que pagarla. “Creo que si me caso con un hombre de bien, no va a requerirla. Tengo varios candidatos. Hay algunos matrimonios por amor. Pero es difícil encontrar gente con la cabeza abierta. Cuanto más educación, más difícil encontrar un hombre que admita que trabajes o que esté a tu altura”. Los vecinos de asiento en el vagón coincidían. Uno de ellos pronosticó que no iba a serle fácil. Pero agregó que es más simple encontrar a un hombre que no pida dote que pensar en un matrimonio por amor.

El 95 por ciento de los matrimonios son arreglados, en función de religiones y castas. Los novios, aprobados por ambas familias, se conocen muchas veces en el momento del casamiento. Las personas también inician contacto vía web, -por avisos que muchas veces escriben los padres- en sitios como Yahoo India. El servicio incluye foto y casta, dieta, medidas, cálculos astrológicos, historia de la familia. Muchas de las mujeres que los publican son universitarias:”Ingeniera de software, 31 años, vegetariana, de familia liberal. Soy la amalgama perfecta entre los valores tradicionales y los modernos, tal como la ocasión lo requiera!”, se lee internet.


El estigma de nacer y envejecer
Cuando la mujer se considera una carga económica, conocer el sexo de un bebé en la panza de su madre adopta otros matices. El 90 por ciento de los 3,5 millones de abortos anuales en India son de sexo femenino, asegura la ONG Contra el Aborto de Niñas. Desde el 2001 la ley castiga a clínicas y profesionales que ofrezcan diagnósticos tempranos del sexo, para evitar el feticidio. A nivel demográfico ya asoman las consecuencias: en 1991 había 945 chicas por cada 1000 varones menores de 6 años, y en 2001, 927 chicas cada 1000 varones. Multiplicado por la población de la India, la diferencia implica el asesinato de millones de mujeres. Las que logran sobrevivir, tienen que vérselas con otros desafíos. Las familias suelen atender más y mejor la educación, salud y alimentación del hijo varón.
“ Si su esposo es feliz, ella debe ser feliz. Si está triste, ella también debe estar triste. Y si está muerto, ella también debe morir”, señalaba la moral hinduista. Así lo entendieron millones de mujeres. Como las 6 esposas y 58 concubinas del rey de Jodphur, que en 1731 y antes de arrojarse a la pira funeraria tras la muerte de él, dejaron las manos estampadas que aún se ven en la pared del fuerte de Meherangarh, una de las joyas arquitectónicas de la India. A esto se llama cometer Sati. Antes era común. Las viudas se inmolaban tras el marido. Era humillante haber enviudado, especialmente siendo joven, señal de una vida anterior pecaminosa. En tiempos de guerra las mujeres eran obligadas al Sati, para evitar el deshonor familiar de que fueran convertidas a otra religión. Desde 1829 la ley lo prohibe. Pero es frecuente enterarse por los medios sobre Satis envueltos en la duda, donde nadie termina de creer que la viuda lo haya decidido y suena más a una maniobra para quedarse con sus bienes. La ley exige a los parientes que las mantengan, pero muchas se convierten en parias. Buscan refugios en casas de retiro u hogares de caridad, o arman su casa en la calle, y mendigan con una bacha de metal en la mano, donde la gente les coloca monedas, arroz, frutas o chapatis.

En un país tan complejo y diferenciado, sentía curiosidad por conocer la casa de mi compañera de tren. Cuando Dipa cuando nos invitó un domingo a su hogar en Calcutta, junto con Ariel, mi compañero de viaje, aceptamos encantados. ¿Cómo sería? Nos sorprendió encontrar una casa muy modesta, en un primer piso de un barrio a lo hindú: vendedores ambulantes, negocios destartalados, edificaciones bajas en perpetua obra. Dos dormitorios, cocina y patio, para dos hermanas (una estudiante, otra empleada del aeropuerto) y un hermano (operador de un call center), madre y padre, así era la casa de Dipa. No tenía living, ni ningún indicio de prosperidad. Pocos objetos, paredes con láminas o bordados, un puñado de libros en un estante, en otro un pequeño santuario donde convivían Shiva y Sai Baba. Se deshicieron en atenciones, que incluyeron un menú de delicias hindúes en platos de aluminio.
Insistieron en que me probara el mejor sari. Mientras me acomodaban los siete metros y medio de pura seda, me sentía adentro de un cuento. Pensaba que la India es como un gran relato de identidad. Ostenta su cocina, su vestuario, su industria del cine (la más grande del mundo), su manera particular de vivir. Y las mujeres tienen mucho que ver con mantener viva su cultura. Entre las paredes gastadas, me pusieron alhajas en los tobillos, un collar con piedras, quince pulseras de colores en cada brazo, un bindi (puntito rojo) entre las cejas. Primero me sentí una princesa. Después el hombre elefante, con la cadera envuelta en la tela y sin atisbos de mis formas. Pensé en la identidad de las mujeres hindúes en el siglo XXI: ¿tal vez muchas se sientan así?
Otras charlas con otras mujeres revelaron lo que las cifras clarifican. A mayor acceso a la educación de hombres y mujeres, más se achica la diferencia entre ambos, incluso a nivel demográfico (menor es el feticidio). En Haryana, estado agrícola con un alto índice de analfabetismo, viven 861 mujeres por cada mil hombres. En Kerala, uno de los estados con mayor nivel educativo, hay 1058 mujeres por cada mil hombres.
Contra lo que mi fantasía esperaba, la familia de Dipa no era de clase alta ni media alta. Pero su padre tenía claro que lo mejor que había hecho por sus hijas eran enviarlas al colegio, alentarlas a seguir estudiando después del secundario. A solas, me aseguró que en la educación estaba toda la diferencia de Dipa, lo que la convertía en una princesa con luz propia. Al despedirnos ella me regaló un set de pulseras, que sacó de una caja de madera. Se usan de a muchas, y cuando se rozan entre sí, tienen una música. Ahora que estoy en casa, ese tintineneo me recuerda la tradicional sensualidad de las hindúes y su guerra moderna. Pero también las batallas de las mujeres de mi país, donde las cosas no son fáciles para tantas. Y donde otras aún le tienen miedo a la palabra “feminismo”: la lucha por la igualdad de derechos que hay quien cree que pasó de moda, mientras millones en el mundo siguen excluídas.

María Eugenia Ludueña
Fotos: Ariel Gutraich


Este artículo fue publicado en la revista Sophia del mes de abril de 2004.