diciembre 30, 2004

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diciembre 13, 2004


Vista del Auditorium en el resort de Osho (Pune, India)

"El emporio de la meditación"

Esta es la versión original de la nota sobre mi visita al Resort de Meditación de Osho, que salió el domingo 12 de diciembre en la revista del diario La Nación (Argentina). Por razones de espacio debió ser cortada para su publicación. Acá abajo, la versión completa y link a las fotos.

Osho, el controvertido líder espiritual que occidentalizó preceptos del hinduismo, dejó en funcionamiento, luego de su muerte, un enorme resort. Hoy, viajeros y aspirantes espirituales se someten allí a tratamientos para transitar "una experiencia transformadora". Una periodista visitó ese centro que, en la India, recibe 200 mil personas al año. En esta nota, su relato.

Hay una esquina que separa un mundo de un país. Está en la entrada de Koregaon Park, un barrio verde y coqueto, que en una época fue el desahogo de los ingleses y ahora es de la tribu de las túnicas color granate: indumentaria de rigor para moverse en el Resort de Meditación de Osho, 400 metros adelante. Al ingresar al barrio más residencial y perfumado de la ciudad de Pune, musicalizado con pájaros exóticos y cuervos hambrientos, la mayoría de los viajeros se detiene en la panadería alemana. La esquina se parece poco a India. Junto al cartel de German Bakery, que las guías de viaje destacan -“una atracción tan ineludible como el ashram de Osho, siempre llena, un hito”- está la prueba de fuego. Veinteañeros austríacos, israelíes rastafaris, holandeses canosos, lánguidas suecas de trigo, artistas italianos, muñecas del este europeo, japonesas, rusos treintañeros, indios de todas las edades, latinoamericanos pocos. Las túnicas se amontonan en las mesas de madera de este chiringuito, sobre la calle principal. Los ciudadanos del mundo beben cappuccino, comen muffins de banana, piden granolas, tostadas con manteca y miel o strudel. Se abrazan largo y fuerte, como quien se reencuentra tras la eternidad; se clavan los ojos un segundo de más. Algunos llevan guirnaldas de caléndulas al cuello. Caminan con la sonrisa elevada, los pómulos esponjosos de relax y los pies en éxtasis. Tres cuadras más adelante está la clave: el resort de donde van y vienen, el centro de meditación más grande del mundo fundado por Osho.
Al llegar a la esquina de la panadería alemana, algunos se entusiasman; otros dicen “esto no es para mí”, vuelven a la estación de tren y sacan un boleto a la playa. ¿El efecto de ver a todos vestidos igual? Da cosquilleo, gana la curiosidad y apuro el paso.

El paraíso de la relajación
Para quedarse más de una hora hay que hacerse un análisis de Sida, llegar antes de las 9 am y vestir robe maroon (túnica bordó). El predio es monumental: 16 hectáreas de oasis tropical con arquitectura de ciencia ficción, en tres manzanas amuralladas de Santa Ritas, bambúes y hiedras en desenfreno. Las veredas con ligustros acentúan la serenidad y los carteles prohiben una de las torturas indias: la bocina.
La “mañana de bienvenida” es el día más caro. Cuesta 1150 rupias (25 dólares), mientras que los siguientes el pase cotiza a 300 rupias (6,5 dólares). El debut arranca en el hall de entrada, donde voluntarios ofician de anfitriones entre espejos de agua, computadoras y decks de madera. En cinco minutos mis manos no dan abasto. Tengo un manojo de papeles a completar en una y mi trago de bienvenida en otra, un vasito de chai, té negro, con leche, jengibre, canela y pimienta, que se bebe las 24 horas en India. En uno de los formularios debo firmar: “entiendo que esta es una experiencia de transformación”. Me indican que entre a un cuarto donde un indio menudo, de bigotito y delantal blanco me pincha el dedo con un lápiz de plástico con aguja en la punta. Otro voluntario diseña mi carnet y una cámara digital me retrata apenas mejor que el hombre elefante. Si en cinco minutos me entregan el “pase de meditación”, es que el test de Sida dio negativo. El tiempo se hace chicle, voy a la caja y pegan mi sticker del día en el carnet. Aquí no se manejan billetes: las rupias se canjean por cartoncitos con casilleros. A medida que se gasta, el vendedor tacha. No se aceptan dólares ni tarjetas ni cheques de viajero pero se cambian en una agencia del resort. Todo se paga con estos cartones: comidas, libros, cursos, internet, túnicas. Me hacen señas de que me ponga una.
“Cuando la gente se viste toda del mismo color, se canaliza mejor la energía y se crea una atmósfera más intensa”, explica el folleto de bienvenida. Tengo dos robes, prestadas por la hermana de una amiga –que estuvo acá, conoció a su marido en las playas cercanas y ahora vive con él en Seattle-. Los peregrinos regatean la vestimenta en la esquina, donde se armó un mercado callejero de bienes oshísticos. También se consiguen en el resort a precios inflamados, en una boutique que huele a shopping de crucero. Existen modelos para cada estado de ánimo: suelta, ajustada, con o sin escote, sexy, de terciopelo, de raso, con corset o ribeteada. Aunque vistan casi todos igual, hay un look del avezado, que incluye porta botella de agua bordó, cubrecarnet al tono, pashmina de shantung uva, canguro de plush o traje de baño morado, imprescindible para sumergirse en la pileta olímpica, a la que no le falta ni cascada ni vegetación ni reposeras. Es que este spa cinco estrellas está diseñado para disolver el estrés urbano y aprender a relajarse. Desde las 6 de la mañana hasta el anochecer hay una oferta próspera de meditaciones, masajes, talleres, clases de origami o tiro al arco o partidos de Zenis (un tenis zen). Pero como decía Osho, no hay como el esfuerzo sin esfuerzo para alcanzar la meditación: uno puede entrar al resort y no anotarse en nada, dormir la siesta en el tatami, contemplar a la humanidad en el tour de conocerse a sí misma. Por las noches, las actividades eximen de túnica y pasan por bailar a la luz de la luna o cenar con velas.
Atrás quedaron las madrugadas en que los vecinos se quejaban de lo que sucedía puertas adentro. Eso, comentan, era cuando Osho vivía. Hoy el resort ofrece dulces sueños en habitaciones minimalistas de revista de decoración, para bolsillos distendidos. Pero la mayoría de los que seguidores duerme afuera, en departamentos u hoteles más modestos, que florecieron en el barrio.

El sexo sagrado
Osho no murió. Abandonó el cuerpo en 1990. “Nunca nació, nunca falleció. Visitó este planeta entre el 11 de diciembre de 1931 y el 19 de enero de 1990” dice el epitafio que él dictó para la placa y ahora etiqueta las cenizas, entre mármoles y vidrios. Su muerte generó tanta leyenda como su vida. Hay quienes dicen que partió con VIH, otros que lo envenenaron los servicios de inteligencia norteamericanos, y el certificado de defunción, que tuvo un paro cardíaco.
Nacido en Kuchwada, una aldea de la India central, fue el mayor de once hermanos en una familia de comerciantes jainíes: religión del 1 por ciento del país, se centra en la “no violencia” y el respeto extremo a la naturaleza, a fin de no dañar el alma de hombres, insectos o flores. Los astrólogos anunciaron que Mohan Chandra Rajneesh, como lo llamaron, vería el rostro de la muerte cada siete años y se fundiría con ella a los 21. Osho decía que a raíz de eso fue educado sin condicionamientos. De adolescente meditaba con tal fruición que los padres se preocuparon. Pasó una noche de marzo de 1953 debajo de un árbol. Tenía 21 y estudiaba filosofía. Al amanecer sintió que alcanzaba la iluminación: el pico de la conciencia, la bendición divina. “A partir de ese momento- sentenció- mi biografía desde afuera terminó y empezó una vida sin ego, en unión con la existencia”. Se graduó con honores en 1956 y un año después era Campeón Nacional de Debates. Mientras enseñaba en la Universidad de Jabalpur, hacía lecturas públicas y argumentaba sobre temas sensibles: Gandhi, el socialismo, el hinduismo ortodoxo. Las charlas al aire libre en las ciudades atraían a multitudes. El lector de filosofía mutaba en maestro espiritual y explicaba que India necesitaba de los avances y la tecnología de las sociedades modernas.
Hacia fines de los sesenta empezó a hablar de lo que lo hizo famoso en todo el planeta. Su libro más vendido, Del sexo a la superconciencia, se basa en charlas que dio en 1968. “Nada de reprimir o avergonzarse de la energía sexual”, predicaba. En su casa de Bombay, con voz hipnótica, revelaba que el sexo era sagrado y debía vivirse con amor y gratitud, como parte de la religión, para poder trascenderlo. “El momento del orgasmo es una llave hacia la meditación. En una fracción de segundo uno deja de ser un cuerpo para transformarse en alma. Y quien se asoma una vez a esa gloria, puede trabajar a partir de la meditación para alcanzar el éxtasis”, teorizaba. Las familias prósperas de Bombay y los occidentales ávidos de conocerse a sí mismos lo seguían. El maestro recibía en campamentos de meditación de diez días y llamaba a sus discípulos “sannyasins”, palabra del hinduismo que significa renunciar a lo material para alcanzar la liberación. Pero en la filosofía de Osho, el recorrido era diferente: “no hay que renunciar al mundo material sino a nuestros condicionamientos, al pasado y a los sistemas de creencias impuestos generación tras generación”, aclaraba, mientras experimentaba técnicas de meditación que mezclaban la sabiduría y el misticismo oriental con la ciencia de Occidente. Empezaron a llamarlo Bhagwan Shree Rajneesh (el Maestro Bendito) y en 1974 fundó en Pune un ashram, comunidad para vivir y aprender acerca de la espiritualidad. A la mañana daba charlas y a la tarde respondía preguntas. Ofrecía terapias que exploraban el tantra, la gestalt, la bioenergética, combinadas con meditaciones activas, como las que ahora se despliegan, más sofisticadas, en la Multiversidad Osho: el centro de formación y estudio del resort. En los ´80 viajó a los Estados Unidos para un tratamiento médico y se instaló en Oregon, invitado por sus discípulos que habían comprado tierras por seis millones de dólares. Surgió la Comuna de Rajneeshism. En tres años, la atmósfera dejó de ser relajada. Hubo intentos de asesinato, armas, denuncias y espionaje. El gurú terminó en la cárcel y fue deportado (ver recuadro). Finalmente, regresó a Pune y quiso llamarse Osho, derivado de "oceánico". "No es mi nombre", decía, "es un sonido curativo". El ashram indio pasó a ser la Comuna Internacional de Osho. Los rumores acerca de la experimentación libre de drogas y sexo aumentaron la fama.

Pasen y mediten
Hacían apuestas. Tras la muerte de Osho, decían, su filosofía tenía los días contados. “Los visitantes se incrementaron en un 300 por ciento desde que él dejó el cuerpo”, me cuenta Risha, una joven india, de anteojos gruesos, que después de su primera excursión al resort se convirtió en voluntaria y es una de las encargadas del centro multimedia: una oficina que parece una postal animada de Benetton. Risha participa del programa de residencia y cambia trabajo por alojamiento, cursos y meditaciones, durante varios meses. Sólo los empleados nativos reciben un salario, a cambio de barrer las hojas, limpiar los baños o custodiar.
El primer día me muestran: en la plaza Osho está el centro de reunión y las carteleras con actividades, los folletos, el cybercafé y la librería. El eco de la música electrónica obliga a darse vuelta: sobre una pista de mármol al aire libre, cientos de túnicas bailan descalzas y frenéticas. En el Buddha Grove a cada hora empieza una sesión de danza libre.
Más tarde, un señor de lentes con cara de catedrático belga, enseña al grupo las diferencias entre las meditaciones: dinámica, Kundalini, de la hermandad de las túnicas blancas. También explica el manejo de la comida adentro del resort y muestra cómo sostener la bandeja para pasar microbios al servirse de las fuentes. Los alimentos de los dos restaurantes son orgánicos y vegetarianos. Las semillas de frutas y verduras se compran en California y se cultivan en India a huertas cerradas. Porque el problema que acá la gente hace pipí y popó en cualquier sitio, se lamenta el catedrático, y entonces se contamina y uno se enferma, pero en el resort no, aclara.

Zorba y Buda
Ningún viajero bebe agua de la canilla en India, pero acá todos cargan su botella en enormes piletas con grifos. La comida es deliciosa: curries picantes, yogur casero, puddings de frutas exóticas. El hombre que coleccionó 93 Rolls Royce decía: “primero soy un Zorba y luego soy un Buda. Si tuviera que escoger entre los dos, escogería a Zorba, no a Buda…, porque el Zorba puede siempre convertirse en un Buda, pero el Buda se queda encerrado en su propia santidad. No puede ir a una discoteca y convertirse en un Zorba. No hay nada más grande, ni más precioso, que la libertad”. El Zorba siempre me ha costado menos que el Buda, así que trato de sacudirme la resaca urbana a través de meditaciones varias en el majestuoso Auditorium. A esta pirámide elevada de 30 metros de alto se llega por una pasarela en el agua. La excavación para los cimientos duró nueve meses y en su construcción se usaron 4.000 toneladas de acero. Dejo las sandalias en una repisa. El mármol helado me acaricia las platas de los pies. Somos 400 personas saltando, exorcizados de música electrónica. Algunos cierran los ojos y cuando el instructor marca, hacen catarsis. Parece una fiesta rave y tras media hora de saltos mis pantorrillas chillan. Con el reposo, se oyen ronquidos pero al retumbar el metálico gong, la gente se levanta, sale del Auditorium y hace cola para la merienda. O corre a cambiarse de túnica para la meditación más poderosa: la de la Hermandad de la Túnica Blanca.
Durante cinco días las pruebo casi todas. Bailo, me retuerzo, brinco, retozo. Entre el movimiento, el agua y la comida sana creo que bajé un talle. ¿Será el resort una suerte de Puiggari con música electrónica? ¿Qué haría Maradona acá? ¿Estoy en la India o en California? son preguntas bobas que me asaltan de a ratos. En un momento los fieles estallan al grito de Osho, Osho, Osho, cual hinchada de Boca. En una de las charlas que se pasan por video cada tarde, lo escuché argumentar que no había que seguir a ningún gurú.
Un mediodía almuerzo con una voluntaria mexicana, Claudia Bernal, 37 años, ex adicta al trabajo. Trabajaba en marketing y la primera vez que vino quedó en shock: “Me di cuenta de que me la pasaba reaccionando a todos los botones que me apretaba el medio. Estar acá es una experiencia integradora y liberadora”, asegura, de novia con un austríaco que está en el resort. En los talleres o cursos, me cuenta, pasan cosas muy fuertes: “se abre la intimidad, se habla del pasado, uno se siente más en familia que con sus amigos. Este Osho era un cabrón. Es un juego de espejos, todos nos reflejamos en todos”, comenta, con el lenguaje de los que llevan más tiempo.
Voy a la introducción de un curso para mujeres, sobre “El nuevo feminismo”, Entre biombos de papel de arroz, las tres maestras de cincuenta y pico celebran que Osho “fue el único hombre que nos dio apoyo y nos alentó a cambiar” y sentadas en almohadoncitos, jadean. Hablo con una india que participa y nos vamos a tomar un yogur. Ella es publicista, tiene veintipico y me pregunta por qué vine. Le explico que por curiosidad y ella me dice que porque está confundida con sus energías masculinas y femeninas.

- Antes era otra cosa, ahora se tranquilizó, me desasna Ritchie, dueño del departamento que alquilo a diez cuadras. Nacido en Bombay, vivió en Europa, vendía ropa. Usa pescadores de plush, sandalias celestes y un tono de sabérselas todas. Se ríe. Hasta él deja que los domingos, su mujer vaya a pasar el día al resort, con un libro y un paquete de cigarrillos. Los carteles en la puerta prohiben el uso de drogas. El placer está en los detalles. Ranas y grillos parecen dotados de micrófonos, y sus serenatas envuelven el estanque del fondo, un espejo de palmeras y nenúfares.
Con sus mármoles y pirámides azulejadas de negro, el resort parece una maqueta futurista en un país donde millones de personas, el 26 por ciento de la población, vive con menos de un dólar al día. Carece de las hordas de cuerpo oxidados, huesudos e incompletos que pululan en las grandes ciudades indias. Pero el camino entre el resort y la casa de Ritchie los hacen sentir. Son más de cien los mendigos desde 2 años que en ese trecho hacen señas de llevarse comida a la boca y suplican con una palabra global: “banana”. Me siento ridícula cuando le doy un paquete de galletitas a un señor de rodillas, que en lugar de manos tiene muñones, sonríe sin dientes y agita los codos para pedir que le abra el plástico.
La última noche repito el camino, voy a una fiesta en el resort. Un auto se acerca a toda velocidad y frena en mis tobillos. En lugar de un suspiro de flor de loto, mi compañero y yo le lanzamos una sarta de improperios porteños. El coche nos sigue, el conductor baja la ventanilla y nos apunta con un caño reluciente. Apenas alcanzamos a rogarle: “Sorry”. Nos salvamos de terminar reducidos a dos líneas en el diario y caminamos hasta el “Disneylandia espiritual”, como lo bautizó una guía. Todos bailan de civil, hasta niños de quince años con sus familias. Veo a algunos de las meditaciones: ese rubio fornido que se agita en la musculosa y el pelo engominado, es el que siempre se retuerce en el piso como poseído. Me siento más extraña y cargada de preguntas.
Al día siguiente, en un tren a la playa de Gokarna, un ruso treinteañero se acerca a hablar. Se llama Boris Martyhov, vive en San Petersburgo y estuvo en el resort por segunda vez. Tiene fotos de su vida en Rusia. Me muestra una con sus amigos, de túnica bordó en un living diminuto. En el resort de Osho, repite, se siente más comprendido que en su lengua. Apenas llegue a casa, reunirá a sus compañeros, se pondra la túnica, una guirnalda de flores al cuello y les contará que adoptó nombre oshístico. El viaje es largo, una española, Marta, nos mira. Pregunta qué tal la experiencia. Ella también iba a ir. Llegó a la esquina de la German Bakery y se arrepintió. Adorables voluntarios la alcanzaron hasta la estación. No sabe bien por qué, pero va directo a la playa.

María Eugenia Ludueña