junio 03, 2004

LA INDIA MISTERIOSA, revista Sophia

“Cuanto mayor acceso a la educación tenés, más difícil es casarte” me dijo Dipa Sahu, una muñeca de 24 años, en un viaje de 33 horas en tren. Desde que la vi me llamó la atención. Tenía el porte erguido de las hindúes. Llevaba un vestido largo rosa viejo (como marca la norma, ocultaba sus formas desde el cuello hasta las rodillas), con unos pantalones de algodón debajo, chalina blanca y sandalias de taco con tiritas de charol negro. Viajaba sola. Pronto estaba cantando y riéndose a carcajadas con una familia de tíos y primos hindúes en el mismo vagón. Los dejó mudos cuando le preguntaron dónde vivía y respondió que sola, en Chennai (una de las cuatro ciudades más grandes del país). Su familia era de Calcutta, adonde se dirigía el tren. Iba a visitarlos. Diseñadora gráfica en una agencia de publicidad con sede en Londres, había pasado unas semanas en Inglaterra premiada por la empresa. Uno de los pasajeros le preguntó cuánto ganaba, interrogante que en la India es tan común como “cuál es tu religión”. “Creo que es muy personal y me lo reservo para mí. Disculpáme pero no estoy de acuerdo con esa pregunta”, le dijo con ojos angelicales y sonrisa terminante, mientras desayunaba un curry picante y lo comía con los dedos.
A lo largo del viaje fue desempolvando sus propias respuestas para otros interrogantes más complejos, dejando mudos a los compañeros de viaje. En la India no es habitual que las mujeres jóvenes y solteras viajen sin familiares, mucho menos que vivan solas y trabajen. Pero Dipa es parte de un país que está asomando. Tiene un pie en la tradición y otro en la modernidad. Y vive los tironeos interiores de una cultura donde el honor o la humillación pasan por lugares que para los occidentales resultan incomprensibles.

El vagón del tren siempre regala polaroids de un lugar. Por los pasillos sobre ruedas desfilaban las diferentes religiones que conviven en la India: saris chillones y trajes hindúes de pantalón y casaca; casquitos y velos musulmanes; turbantes sijs de colores; barbijos jainistas (esta religión prohibe matar seres vivos, y se usa el barbijo para evitar tragarse una mosca); túnicas budistas. Los miraba y pensaba en la curiosidad espiritual que despierta en Occidente la India. Me atrae esa actitud festiva y devota para con la vida. Pero también empecé a experimentar los aspectos menos marketineados de la leyenda hindú, a sentir una diferencia abismal entre los lugares que ocupa cada persona según su casta, y a sufrir en algunas ocasiones el maltrato hacia la mujer. Que por ser viajera, resulta una tontería comparado con lo que tienen que vivir algunas mujeres de este país.
Así como la profunda fe hinduista me sorprendió, más lo hicieron algunos de sus mitos y preceptos. Uno de ellos es el Código Manú, que data de entre el 200 a.C y el 200 d.C. Este escrito es la base moral de gran parte de la población. Otorga a la mujer hindú un papel inferior al hombre. Y establece entre sus principales responsabilidades “servir y venerar al marido como si fuera un dios”. El hinduismo no es una religión, como el Islam o el cristianismo. Es el conjunto de ritos, cultos, creencias, tradiciones y mitologías de cuatro mil años. No tiene un dios, un profeta ni un credo único. Reúne dioses, filosofías y prácticas, que no todos viven igual. Hay que aclarar que en la India el 85% de la población es hinduista (más que un credo, una raza). El resto es musulmán, jainí, budista, sij. Para ser un buen hindú no importa si se es ateo o no: hay que actuar según el Dharma.

La otra boda
El Dharma señala momentos claves de la vida hindú: el nacimiento, el matrimonio, la muerte y la cremación. Se celebran con energía y despliegue, especialmente el matrimonio, como tan bien transmite “La boda”. La película de la cineasta india Mira Nair retrata el mestizaje de lo antiguo y lo moderno en una familia de clase media-alta de Nueva Delhi. Me crucé varias veces en la calle con familias pomposas rumbo a una boda, acompañadas de séquitos de trompetistas y elefantes con guirnaldas doradas. Observé a las novias, envueltas en el sari, los ojos mirando hacia abajo y los pies dibujados con henna. No lograba adivinar si el gesto de la protagonista era de alegría o temor.
Las bodas duran una semana e insumen miles de rupias, incluida la dote. La dote es una suma de dinero que la familia de la novia debe pagar a la de su prometido, antes, durante o después del casamiento. Para muchas familias, la dote es un calvario. Desde que nace la hija mujer, se ahorra para casarla. El monto varía según la casta y el oficio del novio, pero en general la dote equivale al dinero que ha invertido la familia en la educación del hijo. Un ingeniero o médico cotiza a unos 30.000 dólares. Otros exigen una dote menor, pero casi todos los hombres cotizan un dinero. Y ser soltera no es tan glamoroso como en “Sex in the City” sino todo lo contrario.

La dote
“La dote no es un regalo voluntario ni un pago único ni un símbolo de amor. Es una forma rápida de hacer dinero. El liberalismo y el consumismo la intensificaron. Hasta los médicos educados de las grandes ciudades buscan la dote, y ponen avisos en los diarios para ser presentados a cientos de chicas. Una vez que la mujer se casa y paga, pasa a ser un parásito y pierde su valor. En la India miles de mujeres mueren en extraños accidentes mientras cocinan, son quemadas, o envenenadas, porque no siguen pagando o el marido quiere sacársela de encima”, denunciaron las feministas del Grupo Vimochana, en el Foro Social de Mumbai en enero pasado. La ley prohibe la dote desde 1961, pero muchas familias, al casarse con otras mejor posicionadas en el sistema de castas, la utilizan para subir un peldaño social. Suena increíble que una mujer pague para casarse, pero en la India tiene sentido y muchas lo aceptan. Pero no todas se dejan extorsionar. El año pasado una estudiante de ingeniería de 21 años, Nisha Sharma, canceló su boda unos minutos antes y frente a dos mil invitados, cuando el novio le requirió una dote más jugosa que la convenida, de 25.000 dólares. La chica lo demandó legalmente. El novio pasó seis meses en prisión. Denunciar esta extorsión es tan inédito, que las estrellas del cine hindú la llamaron para felicitarla.
En el tren, le pregunté a Dipa por la dote. Me dijo que estaba ahorrando para que su padre no tuviera que pagarla. “Creo que si me caso con un hombre de bien, no va a requerirla. Tengo varios candidatos. Hay algunos matrimonios por amor. Pero es difícil encontrar gente con la cabeza abierta. Cuanto más educación, más difícil encontrar un hombre que admita que trabajes o que esté a tu altura”. Los vecinos de asiento en el vagón coincidían. Uno de ellos pronosticó que no iba a serle fácil. Pero agregó que es más simple encontrar a un hombre que no pida dote que pensar en un matrimonio por amor.

El 95 por ciento de los matrimonios son arreglados, en función de religiones y castas. Los novios, aprobados por ambas familias, se conocen muchas veces en el momento del casamiento. Las personas también inician contacto vía web, -por avisos que muchas veces escriben los padres- en sitios como Yahoo India. El servicio incluye foto y casta, dieta, medidas, cálculos astrológicos, historia de la familia. Muchas de las mujeres que los publican son universitarias:”Ingeniera de software, 31 años, vegetariana, de familia liberal. Soy la amalgama perfecta entre los valores tradicionales y los modernos, tal como la ocasión lo requiera!”, se lee internet.


El estigma de nacer y envejecer
Cuando la mujer se considera una carga económica, conocer el sexo de un bebé en la panza de su madre adopta otros matices. El 90 por ciento de los 3,5 millones de abortos anuales en India son de sexo femenino, asegura la ONG Contra el Aborto de Niñas. Desde el 2001 la ley castiga a clínicas y profesionales que ofrezcan diagnósticos tempranos del sexo, para evitar el feticidio. A nivel demográfico ya asoman las consecuencias: en 1991 había 945 chicas por cada 1000 varones menores de 6 años, y en 2001, 927 chicas cada 1000 varones. Multiplicado por la población de la India, la diferencia implica el asesinato de millones de mujeres. Las que logran sobrevivir, tienen que vérselas con otros desafíos. Las familias suelen atender más y mejor la educación, salud y alimentación del hijo varón.
“ Si su esposo es feliz, ella debe ser feliz. Si está triste, ella también debe estar triste. Y si está muerto, ella también debe morir”, señalaba la moral hinduista. Así lo entendieron millones de mujeres. Como las 6 esposas y 58 concubinas del rey de Jodphur, que en 1731 y antes de arrojarse a la pira funeraria tras la muerte de él, dejaron las manos estampadas que aún se ven en la pared del fuerte de Meherangarh, una de las joyas arquitectónicas de la India. A esto se llama cometer Sati. Antes era común. Las viudas se inmolaban tras el marido. Era humillante haber enviudado, especialmente siendo joven, señal de una vida anterior pecaminosa. En tiempos de guerra las mujeres eran obligadas al Sati, para evitar el deshonor familiar de que fueran convertidas a otra religión. Desde 1829 la ley lo prohibe. Pero es frecuente enterarse por los medios sobre Satis envueltos en la duda, donde nadie termina de creer que la viuda lo haya decidido y suena más a una maniobra para quedarse con sus bienes. La ley exige a los parientes que las mantengan, pero muchas se convierten en parias. Buscan refugios en casas de retiro u hogares de caridad, o arman su casa en la calle, y mendigan con una bacha de metal en la mano, donde la gente les coloca monedas, arroz, frutas o chapatis.

En un país tan complejo y diferenciado, sentía curiosidad por conocer la casa de mi compañera de tren. Cuando Dipa cuando nos invitó un domingo a su hogar en Calcutta, junto con Ariel, mi compañero de viaje, aceptamos encantados. ¿Cómo sería? Nos sorprendió encontrar una casa muy modesta, en un primer piso de un barrio a lo hindú: vendedores ambulantes, negocios destartalados, edificaciones bajas en perpetua obra. Dos dormitorios, cocina y patio, para dos hermanas (una estudiante, otra empleada del aeropuerto) y un hermano (operador de un call center), madre y padre, así era la casa de Dipa. No tenía living, ni ningún indicio de prosperidad. Pocos objetos, paredes con láminas o bordados, un puñado de libros en un estante, en otro un pequeño santuario donde convivían Shiva y Sai Baba. Se deshicieron en atenciones, que incluyeron un menú de delicias hindúes en platos de aluminio.
Insistieron en que me probara el mejor sari. Mientras me acomodaban los siete metros y medio de pura seda, me sentía adentro de un cuento. Pensaba que la India es como un gran relato de identidad. Ostenta su cocina, su vestuario, su industria del cine (la más grande del mundo), su manera particular de vivir. Y las mujeres tienen mucho que ver con mantener viva su cultura. Entre las paredes gastadas, me pusieron alhajas en los tobillos, un collar con piedras, quince pulseras de colores en cada brazo, un bindi (puntito rojo) entre las cejas. Primero me sentí una princesa. Después el hombre elefante, con la cadera envuelta en la tela y sin atisbos de mis formas. Pensé en la identidad de las mujeres hindúes en el siglo XXI: ¿tal vez muchas se sientan así?
Otras charlas con otras mujeres revelaron lo que las cifras clarifican. A mayor acceso a la educación de hombres y mujeres, más se achica la diferencia entre ambos, incluso a nivel demográfico (menor es el feticidio). En Haryana, estado agrícola con un alto índice de analfabetismo, viven 861 mujeres por cada mil hombres. En Kerala, uno de los estados con mayor nivel educativo, hay 1058 mujeres por cada mil hombres.
Contra lo que mi fantasía esperaba, la familia de Dipa no era de clase alta ni media alta. Pero su padre tenía claro que lo mejor que había hecho por sus hijas eran enviarlas al colegio, alentarlas a seguir estudiando después del secundario. A solas, me aseguró que en la educación estaba toda la diferencia de Dipa, lo que la convertía en una princesa con luz propia. Al despedirnos ella me regaló un set de pulseras, que sacó de una caja de madera. Se usan de a muchas, y cuando se rozan entre sí, tienen una música. Ahora que estoy en casa, ese tintineneo me recuerda la tradicional sensualidad de las hindúes y su guerra moderna. Pero también las batallas de las mujeres de mi país, donde las cosas no son fáciles para tantas. Y donde otras aún le tienen miedo a la palabra “feminismo”: la lucha por la igualdad de derechos que hay quien cree que pasó de moda, mientras millones en el mundo siguen excluídas.

María Eugenia Ludueña
Fotos: Ariel Gutraich


Este artículo fue publicado en la revista Sophia del mes de abril de 2004.