junio 03, 2004

INDIA SIGLO XXI, revista Rumbos

SE PERFILA COMO UNA DE LAS POTENCIAS ECONOMICAS DEL FUTURO, PERO TIENE 270 MILLONES DE POBRES. UNA MIRADA DISTINTA SOBRE UN PAIS MISTERIOSO, ENTRE EL HAMBRE Y EL SOFTWARE, ENTRE LA RELIGIOSIDAD Y EL CAOS.

A los cinco minutos de desembarcar en el aeropuerto de Mumbai una masa de humedad me abrazó de calor, y un indio treintañero, de camisa y pantalón, me exigió a los gritos. “¡Dame 100 rupias! Tengo que alimentar a mis hijos”. El bigotito me había acompañado 50 metros hasta el taxi y quería una propina más suculenta que la que di, quién sabe por qué servicio, con el espíritu aterrizado de 30 horas de vuelo. Me reclamaba el equivalente a 10 pesos argentinos por escoltarme al taxi, aunque yo, con mi equipaje a cuestas, no se lo había pedido. Mi primer contacto con esta tierra milenaria sería emocionante, había fantaseado, pero estaba ante un desconocido que me gritaba y me quería pasar, como en Buenos Aires.
Subí al taxi modelo Ambassador y me sentí en un documental de los ´70 by Film & Arts. El conductor abandonó su postura de no intervención y arrancó. Encendió la radio y el tablero-altar del conductor era una disco en miniatura de deidades hindúes destellando luces rosas y azules al ritmo de la música. El microenojo dio paso a esa maxialegría boba que llena el corazón cuando uno llega a un país que no conoce.
“India está brillando” anunciaban los carteles en la calle, con señoritas de sonrisa dócil y un puntito rojo en la frente. Este país es la segunda economía más dinámica del mundo. Será la estrella y potencia del siglo, pronostican. Un golpe en la ventanilla me arrancó de la contemplación: una postal remanida, de India o de Argentina, se apretaba contra el vidrio. Un señor en muletas me refregaba su muñón y hacía el gesto de llevarse la comida a la boca. El viaje hasta el hotel fue un desfile de excluídos, que además de pobreza extrema cargaban con malformaciones o amputaciones varias.
Un mes y medio después, cuando rehice el camino al revés, desde Mumbai al aeropuerto, pensé que el país que conocí tenía poco que ver con la idea apolillada en mi cabeza occidental. Es más moderno, ágil y agobiante. Menos sereno y etéreo. ¿Por qué tantos peregrinos occidentales van ahí tras de la zanahoria de encontrarse a sí mismos?

Bienvenidos a Mumbai
A medianoche de un viernes llegué al hotel de Mumbai reservado por internet. Era bastante deprimente para los 20 dólares, pero limpito. La casona había tenido su época dorada. La gloria se había esfumado, quizás con la salida de los ingleses en 1947. Con Ariel, mi compañero de aventuras y fotógrafo, salimos a buscar la cocina india. Al llegar a la esquina, divisé unas manchas oscuras con forma de ratas. Después ví la gente. Tres hileras de personas acurrucadas en el suelo, una al ladito de la otra, soñando una casa y una cama. Serían unas 200. El olor a basura mezclado con el de perro muerto y restos de mar me dio una cachetada. ¿Habrá sido por el calor? Nunca más en India ví tantas ratas ni sentí tal vaho. La calle parecía desierta, a excepción de los soñadores en sus mantas. La única luz venía de un café italiano, donde apenas pudimos pedir...un capuccino.
Al otro día las calles de Mumbai eran pure India y pure Asia: gente por todos lados. En moto, en bicicleta, a pie, en auto, a los empujones. Con sus 15 millones de habitantes, el centro económico del país está entre las diez ciudades más pobladas del planeta, junto con Nueva Delhi y Calcutta.
Mumbai, ex Bombay, es la ciudad más pujante de India y la más cara. Atesora en su vientre el barrio precario más grande de Asia: Dharavi aloja en174 hectáreas a 500.000 habitantes. Los que quedaron afuera de los afiches de la India Brillante, parte de la campaña política del BJP -partido oficial-.
En Mumbai hay shoppings de paredes espejadas con olor a nuevo, marcas internacionales y un aire acondicionado fatal, que hiela la sangre argentina con precios europeos. El consumo de la clase media en expansión– 300 millones de personas- es el hit del momento. En enero, mientras el IV Foro Social Mundial discutía en Mumbai cómo bajar a tierra el slogan “Un mundo mejor es posible”, el gobierno anunció la apertura al capital extranjero. Ahora los inversores pueden tener el 100 % de una entidad financiera india. La ola neoliberal surfea el país hace una década. Y lo convirtió en la economía que más crece, detrás de China. En los últimos nueve meses del 2003, la inversión extranjera superó los 10 billones de dólares. Hoy el país es el principal exportador de software.
La prosperidad se nota en algunos sectores de Mumbai, con sus edificios que besan el cielo y abrazan una costanera tristona, donde los nuevos ricos manejan autos último modelo. Quedan las construcciones gótico-victorianas del imperio británico. El más presuntuoso es el edificio de la terminal de tren. Entre tanta cúpula, capitel y columna corintia desfilan por día 2 millones de indios. Tuve la sensación de que eran más. Entre el tamaño del edificio y la cantidad gente, supuse que conseguir pasajes era ciencia ficción. Me sentí una cucaracha desorientada. Por suerte había una ventanilla de turistas. Después de un día en la India necesitaba descanso y saqué un pasaje a Puna, rumbo a un resort de meditación.

El camino de la espiritualidad
En India los viajeros van o vienen a tal o cual ashram. En un ashram se estudia, medita o experimenta alguna búsqueda o maestro. Los hay de tamaños y precios varios; templos, monasterios, o laboratorios novedosos como el de Osho, confortable cual hotel cinco estrellas. Todo depende del mapa personal. Uno puede internarse dos meses a vivir las técnicas del yoga, la meditación tibetana, la terapia con gong o conocer a Sai Baba. Hay sitios donde se aprende el arte del silencio y nadie abre la boca en semanas, más que para comer o bostezar. En otros se puede permanecer unos días o un rato, como el ashram de Mata Amritanandamayi Devi, la santa de los abrazos. Los peregrinos van hasta el sur de la India por un apretón contra sus costillas, que puede durar de 20 segundos a 10 horas.
El resort de meditación de Osho- uno de los gurúes más polémicos del siglo XX- convoca cada vez más gente. Allí me topé con rostros diáfanos y etéreos, arquitectura futurista y jardines zen. Neohippies, artistas, intelectuales, hartos de los comentarios de sus cabezas buscaban el conocimiento interior. En el hall del predio, en un apacible barrio inglés, compraba un sticker diario para mi carnet del resort, tenía canilla libre de meditaciones y de los grifos salía agua mineral. La cocina era orgánica y mis dedos estaban vírgenes del vil metal gracias a unos cartoncitos prepagos donde se tachaban mis gastos. Escuché a italianos y rusos, que habían vivido allí 6 meses. A los cinco días me dieron ganas de volver a la India. Otra vez tuve que enfrentar la burocracia de sacar un pasaje de tren.

Desde el tren
La vida es deliciosa sobre ruedas. Los indios viajan mucho y los trenes, salvo excepciones, son puntuales. Sentí envidia y tristeza por el desastre ferroviario argentino. India tienen más de 63.500 km de vías férreas. El vagón es una película de familias y vendedores ambulantes: bananas, curries, samosas (empanadas de verdura), arroces, chapatis, maníes, helados, pistachios. Se bebe sin parar chai: un té típico, dulzón y con leche.¿De dónde sos? ¿Cómo se recupera Argentina de la crisis?, eran preguntas de rigor entre los compañeros de viaje indios. Curiosos, parlanchines, alegres y siempre daban su teléfono por si teníamos algún problema.
Algunos extranjeros descartaban el tren. No soportaban la burocracia de hacer la reserva. Pero qué emoción ver la lista de pasajeros pegada en la puerta del vagón y tu nombre infiltrado entre caracteres irreconocibles. Mi viaje más largo fue de 48 horas. Suena mucho, pero era una lechuga hasta que bajé en la antigua Calcutta, hoy Kolkata.

Kolkata me mata
Si el infierno existe debe ser un lugar lleno de bocinas. En la India se conduce fatal. El bocinazo es continuo. No se usa para evitar un choque sino para avisar que uno está. Caminar es esquivar frenadas en los tobillos. Casi no existen veredas. Los taxis se llevan por delante a los rickshaws –moto con carrocería que se usa de taxi-, los rickshaws a las motos, las motos a los ciclorickshaws y a las bicicletas, las bicicletas a los peatones. En pocos lugares del mundo se debe manejar tan mal como en Kolkata, 13 millones de personas, la segunda ciudad más poblada del país. Al ruido se suman unos tranvías desvencijados que emiten el mismo sonido que un helicóptero en la nuca.
En la vieja metrópolis colonial hay avenidas imperiales y edificios majestuosos. Están tan deterioriados, que si soplara un viento fuerte sus paredes se desplomarían como papel mojado. Hay cosas más urgentes por las que preocuparse. En algunas esquinas la ciudad pasa a ser un comic ¿futurista? de harapientos y desnutridos. Los cuerpos apelmazados, oxidados de gris o marrón, echaron raíces en la calle. No se sabe dónde terminan sus pies y empieza el asfalto.
- Me gusta aprender de esa actitud de los pobres, que tienen una sonrisa, están contentos con lo que les tocó- comentaba Laurencio, español.
La pobreza no es exótica para el que nació en un país donde más del 50 por ciento de la población la padece. Tampoco es karmática: tiene causas racionales y modificables.
En el futuro, ¿el mundo se dividirá entre indigentes y cyberciudadanos?¿En qué momento Calcutta se acostumbró a su masa de homeless? No es el tema de conversación preferido de nadie. Imposible levantar la cámara y hacer clic. Da vergüenza tener un aparatito así cuando el que tengo en frente no tiene para comer.
Un domingo a la mañana visitamos el primer hogar para moribundos que la madre Teresa abrió en Kolkata. Las Misioneras de la Caridad asisten allí a 80 hombres y mujeres recostados en catres. Voluntarios de todo el mundo quitan piojos, cortan uñas, sacan gusanos de heridas putrefactas, sirven comida. Ya no recogen en las calles sólo a los moribundos. Los indigentes tampoco permanecen allí, apenas lo necesario para respirar dos bocanadas de los más rudimentarios derechos humanos y volver a la calle. Andy, un alemán de 40 y pico, ex agente de bolsa devenido en coordinador me aclara: “cientos de voluntarios se ofrecen, pero tres personas alcanzan para esto”. Abraza a su niño mimado, uno que encontró con convulsiones en un basural.
Hay otras caras más agradables de Kolkata: su comunidad intelectual, su vida universitaria, sus coloridos mercados musulmanes. Al despedirnos de la ciudad, el taxista que nos llevó a la estación de tren quiso cobrarnos un precio delirante. Se rehusaba a mostrar la tabla de conversión con la tarifa. Estábamos en un enjambre de 200 taxis tocando bocinas. Mientras discutíamos, un policía empezó a golpear el techo del auto con un tremendo garrote. La chapa se llenó de abolladuras. Acá hubieran terminado, por lo menos, a las piñas. Allá no. Mientras salíamos corriendo pensaba que la famosa calma made in India tenía que ver con otras cosas.

Varanasi: la ciudad sagrada
Varanasi o Benares es la ciudad sagrada más antigua del planeta. En las orillas del río Ganges, nacido en el cielo descendido a la tierra, hay vida desde el siglo IV a. C.
Habrá sido bastante parecida a la que transcurre en las orillas hoy. Los hindúes arrojan velas flotantes al río por el buen karma de la familia. Creen que quien se baña allí se purifica. Los muertos más afortunados se creman allí –a veces llegan en avión o en auto- porque el alma hecha cenizas sobre estas aguas rompe el ciclo de reencarnaciones. Pero no todos los indios son hindúes.
El hinduismo es un colectivo de creencias de 4000 años y la forma de vivir del 85 % de la población. El resto es musulmán, sij, budista, jainí, budista, cristiano, zoroastriano. El hinduismo no tiene un profeta sino centenares de dioses, ritos y filosofías. Los hindúes consideran que cada acción tiene un efecto en el ciclo de reencarnaciones (karma). Su sociedad está articulada en castas. Existen cuatro básicas y piramidales: sacerdotes o intelectuales; guerreros y nobles; comerciantes y agricultores; artesanos. Aunque la Constitución de 1947 no las reconoce, las subcastas hoy son más de 5000. Por momentos sospeché que la religión podía ser una explicación de mansedad o resignación. Pero también es un país con luchas violentas, en su mayor parte por intolerancia religiosa. Aunque el hinduismo es de por sí pacifista, fanáticos no faltan en ninguna familia. Más allá de la religión, en India cada persona tiene un lugar muy claro en una estructura social compleja. Hay una nueva camada de jóvenes que estudiaron en el extranjero y descubren nuevos negocios. Y hay chicos que no saben leer ni escribir, y trabajan desde temprano. Como los que venden postales, velas, lo que sea, en Varanasi. Tan parte del paisaje como los templos y los peregrinos en perpetuo entrar y salir.
En la India no hay un lugar más limpio que un templo. Algunas estatuas, como la de Ganesh -un dios con cabeza de elefante- se lustran con leche. Una legión de muchachos envueltos en chiripás pasan el trapo a las preciosas figuras de cada templo. Llevarles y traerles ofrendas es parte de la vida cotidiana: flores, incienso, frutas, arroz, perfumes.
Al pasar cerca de ellos pensaba que así como la India me volvía loca, también me volvía más devota-aunque sea porconteplación- hacia esa vida festiva y sensorial. Me habían advertido que es un país de sentidos exaltados. Saris de colores gritones, cocina de especias estruendosas, música hipnótica, el croar permanente de los cuervos como hilo musical desquiciado, el calor chicloso, las flores y el incienso. Parece un milagro que más de 1000 millones de personas vivan en esa frecuencia, y estén absortas en experimentarla.
Cuando regresé al aeropuerto de Mumbai, pensaba que había llegado llena de preguntas y volvía sin respuestas, con más interrogantes. Me parecía un milagro que sólo 30 horas de vuelo me devolvieran a Argentina. Uno debería llegar o irse en cohete, desafiando la velocidad de la luz. India es una narración que gira en otra órbita. Nunca estuve en un país con tanta identidad: se come indio, se escucha música india, se mira cine indio. Las veredas de mi barrio me resultan desiertas. El tránsito de las siete de la tarde me resulta insignificante. Y la India me parece un cuento milenario. Ser parte del relato, aunque sea en una página, es de esas cosas que no tienen precio.

Texto: Maru Ludueña
Fotos: Ariel Gutraich


Publicado en el número 38 de la revista Rumbos, el domingo 16 de mayo de 2004.